11 ene 2014

El incrédulo Ernesto se ha enamorado, por Efraín Sánchez Trinidad.

El incrédulo Ernesto se ha enamorado

Azota la ola a la orilla en la Habana, a veces en calma, otras, inclemente ejerce su trabajo de arquitecta; y moldea la costa de la reina de las antillas.

Cuando se es joven, en ocasiones, se siente al tiempo llevar sobre el cuerpo la más pesada de las armaduras, moviéndose a su vez anciano sobre las horas. Ernesto, Ernestito el Chico Méndez, asi le apodaban de cariño por ese afan revolucionario y su amante mitad de naturalista, esas tardes eternas, después de la escuela, le gustaba sentir la arena y la muerte conciliadora del mar entre sus dedos, luego caminaba descalzo las calles de la patria descubriendo siempre una grieta nueva. Le gustaba pasar la noche sobre el tejado de zinc de una barrita que colindaba con la casucha donde su madre lo aguardaba cada tarde todos los dias, puntual y con esa sonrisa que solo saben las madres.

Todas las noches de su prematura adolescensia descubrió los cuentos que componen al mundo hechados al aire entre bocanadas de humo, cervezas, rizas y silencios. Aquella noche húmeda de octubre las leñas se negaron a encender a lo que siete cerillos hicieron la luz sacando de la penumbra caras arrugadas e incompletas pero felices en su incandescencia. El zinc estaba frío por lo que descansó su torso sobre un colchón rahido y venido a menos. Tras las últimas palabras de la cuarta historia una figura hasta ahora inadvertida asomó su rostro de entre la oscuridad más oscura. Ernestito el Chico Méndez esboza una sonrisa conciliadora y el corazón salta al ruedo de las emociones sin pedirle permiso y se susurra - un pirata -.

El hombre de a lo sumo sesenta años llevaba cicatrices como historias pegadas al papel, una barba descuidada y un pañuelo enrredado en el pelo. Luego de un sorbo conciliador y tras limpiarse el líquido negro fugado por su barba, flexionó su columna como un arcoiris de carne con la promesa de una buena historia.

De pronto, el aire de la noche se hizo dulce como una benévola maldición, como una magia antigua, ignorada por los oidos sordos del presente, pero Ernesto la vió y la sintió trepársele por los costados y la risa y escuchó como escuchan los viejos al silvido de la muerte.

- Dícese de una sirena que su piel como el caramelo hacía de los marinos que corrieron la suerte de apreciarla, un guiñapo triste de anhelo y deseo, tanto que la locura se les trepaba y llevaba la memoria dejándole el frío recuerdo de su pelo rizo y sus caderas negras en los huesos al corazón -

Entrados en la noche las facciones se fueron llenando de sueño, las sillas quedaron sin su anfitrión y después de la partida del antepenultimo cuerpo presente, el anciano echó su última risa, pero no tan solo rió, le sonrió hasta que se alejó entre los suaves baches de la madrugada. Ese amanecer Ernestito; ya no pudo dormir.

A pesar de la ilusión, con su norte afectado por otros campos magnéticos, se negó a creer y unas semanas más tarde movido por esas cosas que no nos dejan dormir, zarpó clandestino y furtivo en el bote de un amigo de su madre.

El alma del alba estaba húmeda, -Las sirenas son como el amor dice mi madre-, se decía constante y a cada instante la cordura le recordaba, -no existen-.

Remó mar adentro, llevaba un arpón listo en caso de que las historias fueran más que un mito burdo y sin vergüenza e intentara comérselo.

La noche estaba pacífica. Las estrellas, sin saberlo, se configuraban a contarse entre ellas los fundamentos del universo mientras una que otra traviesa atravezaba la noche huyendo quizás de la reponsabilidad de la creación.

A eso de las cuatro y con la luna sobre su cabeza una ballena asomó su humanidad de entre el manto oscuro en calma. Uno que otro delfín curioso e intrépido le puso color a su espera. Y no fue hasta las cinco y quince, minutos de gracia, que una mancha se le acercó al bote. Pensó en un tiburón, pero la evidencia de su aleta jamás dividió el mar como dicen que lo hizo un tal fulano Moises. Sus sentidos se pusieron alerta. El corazón adoptó su latido de diplomático en apuros y en el momento justo emergió como de un sueño líquido.

Con un grito rasgó la tranquila intimidad de su mutua existencia y perdió el balance tras el brusco movimiento en el interior de su trasatlántico maniatura de madera.
¡Era ella!, ¿como no reconocerla? No había fallo en su descripción. No podía haberlo. Lo miró con esa presencia tan suya, y él, él quiso tocarla, solo alcanzó a rozarle la espalda antes de que emprendiera la huida. Ernesto enderezó su cuerpo con agilidad y le suplicó que no se fuera. Necesitaba su nombre. Entonces, tímida al inicio, dos segundos mas tarde, risueña, se le acerca los cufciente, tanto, que pudo oler la felicidad en sus mejillas marinas y observó la historia del mundo en sus ojos. Se le acercó tanto, a un roce de labios, Génesis era su nombre y desapareció en el azul oscurecido del mar. No hubo más en sus amaneceres uno tan agridulce como aquel instante mitológico.

No sabe cómo sucedió, dos especies distintas, ilegales ante la naturaleza de lo pactado por Dios, unidas por un roce, por un simple sobresalto de la piel que viste a los labios.

Desde entonces Ernesto se asomó a la adultez muy de pronto y cada tarde floreció en su corazón la fuerza necesaria para trepar el acantilado de las almas perdidas y no hizo mas que escribir poemas en botellas para lanzarlas al mar y fantasear con la posibilidad de que algún día se lo llevase a sus profundidades. Ernestito perdió su apodo, ya no contó las grietas en los muros de su patria, ya no escuchaba las historias y durante tres años zarpó mar adentro en busca de los besos húmedos y los abrazos mojados. Asi se le fueron los meses, híbrido, entre el mar y la tierra.

Mayo liberaba las telas de araña del peso del rocío exponiéndolas al sol. Los pájaros trinaron alegres su matutina rutina el mismo día de su cumpleaños dieciocho. Su madre le confeccionó un pastel y celebró con él la vida. Las horas de luz transcurieron entre sueños cortos y lapsos de turbidez. Pero la noche llega no para el sueño, si no para los desvelados, los amantes, los poetas y para Ernesto que estaba con en torso expuesto al ojo infinito de las estrellas sobre el techo de zinc que tanto amaba, resignado y preguntándose si solo había sido un sueño. Ya cansado del silencio decididó esconderse en su caparazón de cemento pero un aire dulce llenó la noche. Ernestito el Chico Méndez abrió los ojos desde su coma en la pituitaria y la maquinaria se le encendió y le ardió en la existencia. Saltó del techo sin el vértigo que pueden provocar las alturas y corrió al muelle.

Remó con el corazón, remó mientras se construía una risa sin raza, Al llegar abandonó a la suerte de la corriente los remos, escrutinó la noche y al borde de una lágrima desesperada una mancha pintó la noche que se le reflejaba en los ojos. El, se arqueó sobre la proa del bote como un arcoiris de carne que propone paz. Acercó su segundo beso a la superficie del agua y tras ser correspondido sus pies fueron los últimos en hender la superficie en calma del indómito mar del caribe.

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